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La Casa de Lars – The House That Jack Built (Lars Von Trier, 2018) – #FueraDeLista

No siempre lo Express es bueno. Hay historias que hay que disfrutar con calma, dejando que se cure a lo largo del tiempo. Y hay otras que deciden apuñalarte con lentitud, haciendo que poco a poco te desangres hasta que tu cuerpo se quede sin vida, absorto y lleno de dolor.

En resumen, hay cosas que no conviene hacer de forma Express.

Por eso mismo he decidido esperar un poco para hablar de The House That Jack Built (Lars Von Trier, 2018). Porque puede que de la sala salgas con la puñalada, pero la herida te la llevas a casa.

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A simple vista, La Casa de Jack puede parecer una comedia negra. O al menos, así es como se vende durante su primera parte. Los asesinatos de Jack no dejan de ser asesinatos, sí, pero también está construidos como gags. Casi como si fueran chistes que rodean a la historia de un maniático asesino en serie. Pero poco a poco La Casa de Jack va abriendo puertas, mostrando sus rincones escondidos. Unas puertas que acaban descubriendo de lo que trata de verdad una cinta que logra hacerse notar en una filmografía tan importante como la del director danés.

La primera puerta que se abre es la de la crueldad. Una crueldad a la que por momentos parecemos habernos acostumbrado, y que Von Trier lleva al límite. Claro que nos puede parecer gracioso ver una muerte en pantalla, o una mutilación. Pero tras reírnos de varios asesinatos, Trier nos devuelve la mirada yendo un paso más allá y tocando a los intocables. Animales y niños, aquellos a los que se prohíbe la violencia de forma inmediata, llegando incluso a considerarse como “trampa” en el juego de hacer sentir. Pero Trier lo hace con una maestría maravillosa, pues no es solo que les haga daño, sino que les hace lo mismo que le hemos visto hacer al resto de víctimas. Lo que antes parecía trivial, ahora tiene consecuencias. Lo que antes nos hacía reír, ahora aparta nuestra mirada o nos hace abandonar la sala escandalizados. Cada uno de aquellos que dejaron la película en el Festival de Cine Europeo o de aquellos que abandonaron en tromba en el Festival de Cannes son una victoria de un Lars que nos acusa de darle alas para poder hacer lo que quiera.

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Y eso abre una segunda puerta: la realidad de que Jack y Lars Von Trier son la misma persona. Y esto al principio resulta casi desolador, y es que Jack luce como un avatar de un Von Trier que hace todo lo que la sociedad no le permite hacer. Por momentos llegue a asustarme de que estuviéramos ante un auténtico psicópata que debería ser encarcelado y al que solo una cámara ha salvado de ser un asesino en serie. Un villano viviendo su fantasía en el celuloide sin consecuencias ninguna. Un horrible monstruo. El malvado y sádico Von Trier.

Pero es ahí cuando la tercera puerta se abre. Aquella que parecía cerrada a cal y canto para siempre, esa que nos parecía prohibida. La revelación no es que Jack sea la fantasía de Trier; Jack es Trier. Y todos y cada uno de sus asesinatos son reales. Sí, quizás no sean asesinatos literales, pero cada uno de los cuerpos que Jack deja en el camino es una parte de su carrera de la que no se ha podido desprender. Una parte fundamental que forma su psique, una pieza sobre la que entender a un hombre que vive en los infiernos y que, probablemente, lo merece.

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Y es que la mirada del danés sobre sí mismo parece libre de arrepentimiento, pero no por ello de castigo. Quizás no crea que hizo nada mal, pero sabe que merece todo el daño que reciba. Parece comprender su carácter provocador como una profunda condena de la que él poco más puede hacer que intentar seguir adelante. Sus propios ánimos han sido los que han ido cavando su tumba, llevándole al ostracismo en Cannes, pero también a la posible vuelta. A un muro que escalar rumbo a ser rehabilitado.

Y es ahí donde Von Trier se convierte en aciago profeta sobre su futuro. Como si él mismo pudiera verlo, sabe que una obra tan grande le puede servir de puente hacia la gloria, pero también es consciente de que no la merece. Sabe en todo momento que el infierno es el sitio donde debe estar, pero su espíritu no puede evitar que intente otra escalada hacia el aplauso. Una escalada imposible, en la que siempre ha fallado pero que no por ello va a dejar de intentar una última vez. Y otra última vez. Y otra última vez.

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Y que sean todas las posibles. Porque con fallos así, no hacen falta aciertos.

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